El mundo intenta domesticar esta fiesta, revistiéndola de luces, adornos, fastos... convirtiéndola en una especie de tópico y de cuento para niños. El Evangelio nos invita a contemplar: a mirar con un corazón abierto, a asumir la fragilidad de nuestra existencia, a hacernos sencillos como los pastores que viven a la intemperie, para descubrir la señal del Dios salvador en algo tan humilde como un niño envuelto en pañales (como todos los niños) y acostado en un pesebre, porque no ha habido otra cuna para él. Dios viene a nosotros en medio de la incertidumbre, y asume nuestra realidad, con cuanto tiene de pobre y cuanto tiene de hermoso. Por eso nuestra vida tiene un nuevo horizonte, el del amor misericordioso, desde el que se nos invita a valorar y vivir todo lo humano. Dios viene a nosotros. Y lo hace para compartir con nosotros su vida: "a cuantos la recibieron y creyeron en ella, les concedió el llegar a ser hijos de Dios" (Jn 1,12).
“Danos el Padre
a su único Hijo;
hoy viene al mundo
en pobre cortijo.
¡Oh gran regocijo,
Que ya el hombre es Dios!”
(Santa
Teresa de Jesús)
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