Celebramos hoy la dedicación de la Basílica de S. Juan de
Letrán, la sede del Papa como obispo de Roma. Esta fiesta nos recuerda el
vínculo que nos une con Pedro, y a través de él, con Jesús. Y nos recuerda
nuestra vocación. El templo de piedra, sobre todo, es signo de la Iglesia, de
la comunidad cristiana, que es el lugar
donde Dios está presente (Mt 18, 20, “donde
dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo”), para transmitir su
vida al mundo.
En el Evangelio, Jesús se revela como el Templo auténtico:
Él es la presencia plena de Dios entre nosotros, su revelación plena. Revela a
Dios en su entrega por amor (“Destruid
este templo, y en tres días lo levantaré… Él hablaba del templo de su cuerpo”).
Y nos propone un culto nuevo, el auténtico. Ya no se trata de ofrecer a Dios animales
o cosas que se compran. No se trata, de ninguna manera, de intentar “comprar a
Dios”: “no convirtáis en un mercado la
casa de mi Padre”. Se trata de entrar en una relación de Dios basada en la
gratuidad y el amor: acoger el amor de Dios que se nos da gratuitamente, y
responder desde el amor, con lo que somos y vivimos.
Y Pablo (1 Cor 3) nos revela que, fundados en Jesús,
nosotros somos templo de Dios, porque hemos recibido su Espíritu. Estamos llamados
a construir nuestra vida de manera que Dios esté presente en ella; que transmitamos
la obra del Espíritu, el obrar de Dios, y ayudemos a los demás a encontrarse
con Él. Como el manantial de agua que, en la visión de Ezequiel (Ez 47), sanea
todo y hace brotar la vida a su paso.
Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

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