En el Evangelio de Lucas (como también en el de Mateo) las
Bienaventuranzas son el comienzo del primer gran discurso que escuchamos de Jesús.
Estas palabras son fundamentales. Y chocantes. Porque, ¿quién de nosotros desea
ser pobre, tener hambre, llorar, ser odiado…?
Jesús pronuncia estas palabras, junto a sus discípulos, ante
una muchedumbre del pueblo que incluye a judíos y paganos, “que habían venido para oírle y ser curados
de sus enfermedades” (Lc 6, 18). Jesús responde a su búsqueda con obras y
palabras: “salía de él una fuerza que
sanaba a todos” (Lc 6, 19).
Ante ese pueblo que sufre, y que frecuentemente era despreciado
por las autoridades religiosas (“esa gente que no conoce la ley son unos
malditos” Jn 7, 49) Jesús proclama, con obras y con palabras, que Dios es Padre
que se inclina sobre ellos, los acoge, los ama, los salva. En la expresión “seréis
saciados” el que sacia es Dios, el mismo que ofrece su reino a los necesitados.
Y que recompensa a los que le permanecen fieles en los momentos de persecución
o tribulación, situaciones que están muy presentes en la comunidad cristiana,
cuando Lucas escribe.
En contraste con estas bendiciones (algunas prometidas para
el futuro, pero la primera, ya en presente: “vuestro es el reino de Dios”) Jesús pronuncia cuatro lamentos. Las
palabras que hoy escuchamos del profeta Jeremías (y del salmo 1) nos ayudan a
comprender su sentido: aluden a la esterilidad y el fracaso vital al que
conducen la autosuficiencia, la confianza en el poder, el dinero y el aplauso
de los demás (ése es el sentido que aquí tiene “confiar en el hombre, buscar el apoyo de las criaturas, apartando su
corazón del Señor” Jr 5,8), y la superficialidad de quien no se duele de
los problemas de los demás (“Los que
lloran” evoca a los que lloran las injusticias y deslealtad a Dios en Jerusalén:
Ez 9,4; Salmo 119, 136).
Jesús no pronuncia estas palabras en un espacio religioso
como la sinagoga, sino en un llano,
donde se desarrolla la vida de la gente. Nos interpelan. Hablan de nuestro
mundo, tentado por “teologías de la
prosperidad” que presentan el poder y el dinero como señal de la
predilección de Dios, y justifican actitudes insolidarias y avasalladoras. De
nuestro mundo, que busca como bienes supremos el dinero, el poder y la fama, y
experimenta, una y otra vez, que el llenarse de ellos no satisface, sino que
hastía y vacía el corazón humano.
Nos preguntan por nuestra escala de valores. ¿Qué busco,
sobre todo, en mi vida? ¿A qué personas valoro? ¿Qué relaciones cultivo con las
personas, con las cosas… con Dios?
Como el almendro que florece cuando aún es invierno, las
bienaventuranzas anuncian, en este mundo nuestro, aún frío y duro, la
misericordia de Dios. Y nos invitan a poner en ellas nuestra confianza, a vivir
desde esa confianza en Dios. En esa línea, Jesús seguirá hablando del amor a
los enemigos, de la generosidad… y de la necesidad de las obras.
Para que nuestra vida dé fruto.
Le preguntaban un día
a un hombre con fama de sabio: ”Tú tienes varios hijos, ¿cuál de ellos es tu
preferido?” El hombre respondió:
“Mi preferido es el
más pequeño, hasta que se hace grande;
el que está lejos,
hasta que vuelve;
el que está enfermo,
hasta que recupera la salud;
el que está
prisionero, hasta que recobra la libertad;
el que sufre, hasta
que le llega el consuelo”.