domingo, 16 de febrero de 2025

"Bienaventurados" (Lc 6, 17.20-26)

 


En el Evangelio de Lucas (como también en el de Mateo) las Bienaventuranzas son el comienzo del primer gran discurso que escuchamos de Jesús. Estas palabras son fundamentales. Y chocantes. Porque, ¿quién de nosotros desea ser pobre, tener hambre, llorar, ser odiado…?

Jesús pronuncia estas palabras, junto a sus discípulos, ante una muchedumbre del pueblo que incluye a judíos y paganos, “que habían venido para oírle y ser curados de sus enfermedades” (Lc 6, 18). Jesús responde a su búsqueda con obras y palabras: “salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6, 19).

Ante ese pueblo que sufre, y que frecuentemente era despreciado por las autoridades religiosas (“esa gente que no conoce la ley son unos malditos” Jn 7, 49) Jesús proclama, con obras y con palabras, que Dios es Padre que se inclina sobre ellos, los acoge, los ama, los salva. En la expresión “seréis saciados” el que sacia es Dios, el mismo que ofrece su reino a los necesitados. Y que recompensa a los que le permanecen fieles en los momentos de persecución o tribulación, situaciones que están muy presentes en la comunidad cristiana, cuando Lucas escribe.

En contraste con estas bendiciones (algunas prometidas para el futuro, pero la primera, ya en presente: “vuestro es el reino de Dios”) Jesús pronuncia cuatro lamentos. Las palabras que hoy escuchamos del profeta Jeremías (y del salmo 1) nos ayudan a comprender su sentido: aluden a la esterilidad y el fracaso vital al que conducen la autosuficiencia, la confianza en el poder, el dinero y el aplauso de los demás (ése es el sentido que aquí tiene “confiar en el hombre, buscar el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor” Jr 5,8), y la superficialidad de quien no se duele de los problemas de los demás (“Los que lloran” evoca a los que lloran las injusticias y deslealtad a Dios en Jerusalén: Ez 9,4; Salmo 119, 136).

Jesús no pronuncia estas palabras en un espacio religioso como la sinagoga, sino en un llano, donde se desarrolla la vida de la gente. Nos interpelan. Hablan de nuestro mundo, tentado por “teologías de la prosperidad” que presentan el poder y el dinero como señal de la predilección de Dios, y justifican actitudes insolidarias y avasalladoras. De nuestro mundo, que busca como bienes supremos el dinero, el poder y la fama, y experimenta, una y otra vez, que el llenarse de ellos no satisface, sino que hastía y vacía el corazón humano.

Nos preguntan por nuestra escala de valores. ¿Qué busco, sobre todo, en mi vida? ¿A qué personas valoro? ¿Qué relaciones cultivo con las personas, con las cosas… con Dios?  

Como el almendro que florece cuando aún es invierno, las bienaventuranzas anuncian, en este mundo nuestro, aún frío y duro, la misericordia de Dios. Y nos invitan a poner en ellas nuestra confianza, a vivir desde esa confianza en Dios. En esa línea, Jesús seguirá hablando del amor a los enemigos, de la generosidad… y de la necesidad de las obras.

Para que nuestra vida dé fruto.

 

Le preguntaban un día a un hombre con fama de sabio: ”Tú tienes varios hijos, ¿cuál de ellos es tu preferido?” El hombre respondió:
“Mi preferido es el más pequeño, hasta que se hace grande;
el que está lejos, hasta que vuelve;
el que está enfermo, hasta que recupera la salud;
el que está prisionero, hasta que recobra la libertad;
el que sufre, hasta que le llega el consuelo”.



sábado, 8 de febrero de 2025

"Y, dejándolo todo, le siguieron" (Lc 5, 1-11)

 

Las tres lecturas de este domingo nos transmiten relatos de vocación, y (con el Salmo) subrayan varios aspectos de esta experiencia, que es también la de todo discípulo de Jesús:

- La grandeza de Dios, el Santo, autor de maravillas como la pesca milagrosa y la Resurrección. Quien se encuentra con Dios, con su gloria y santidad, sus obras, se sobrecoge (eso significan el temor y estupor que estos y otros textos bíblicos refieren). “Porque la gloria del Señor es grande”  (Salmo 137)

- Ante esa majestad, la conciencia de la propia pequeñez, indignidad, pecado. Una conciencia, sin embargo, que no “encierra” a la persona en el miedo o desánimo. Al revés, ensancha el corazón porque es experiencia de que ese Dios, grande y santo, se inclina sobre nosotros para perdonar, salvar, purificar. “tu misericordia es eterna”.

- La disponibilidad, llena de confianza y ánimo, que nace de ese encuentro con Dios: “Aquí estoy. Mándame”

- Dios llama, pide nuestra colaboración. Y envía a una misión que da fruto, más allá de nuestras limitaciones porque “no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Cor 15,10)

El Evangelio recoge estos elementos en un relato que narra la vocación de Pedro y, a la vez, está hablando de otras experiencias de Pedro y la comunidad: la noche, y el trabajo infructuoso; la llamada a no desanimarse, sino a profundizar, confiar y apoyarse en la palabra de Jesús (por tu palabra echaré las redes); la sobreabundancia de frutos, que va unida a la presencia de Jesús. Como en la pesca milagrosa que cuenta el último capítulo de San Juan (Jn 21, 1-11), esa sobreabundancia habla de la Vida Nueva de Jesús resucitado (a la que se refiere también S. Pablo), de la fecundidad del Espíritu Santo.

“Rema mar adentro”: el Evangelio de hoy invita a “soltar amarras”, dejar el “espacio de confort”, lanzarse a la misión. También (antes, quizás) a adentrarte en tu corazón, en tu propia experiencia de Dios, en tu propia vocación: cómo has ido descubriendo “su misericordia y su lealtad”, cómo “han hecho crecer el valor en tu alma” y te han hecho embarcarte en su aventura. Para poder decir, con el Salmo: Te doy gracias, Señor, de todo corazón.

Además, nos unimos, en este Domingo, a la Campaña contra el Hambre de Manos Unidas


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)


domingo, 2 de febrero de 2025

"Luz para alumbrar a las naciones" (Lc 2, 22-40)

 

Cuarenta días después de la fiesta de Navidad, recordamos la Presentación de Jesús en el Templo, como luz, liberación y consuelo para la humanidad.

Lucas, narrador magistral, cuenta esta escena de la vida de Jesús y en ella nos habla también del paso del Antiguo al Nuevo Testamento, de la relación entre ambos.

Así, vemos a Jesús inserto en la tradición judía: María y José lo llevan al Templo para cumplir “todo lo que prescribía la ley del Señor”. Pero esta tradición se replanteará con perspectiva nueva: no vemos a los sacerdotes recibiendo al niño, sino a dos ancianos, que representan al pueblo fiel, el Israel sencillo que espera en las promesas de Dios. Es Simeón quien lo toma en brazos, bendice a Dios y a los padres de Jesús. Simeón, un hombre justo y piadoso, abierto al Espíritu, es capaz de reconocer al Salvador en ese niño de una familia humilde (“un par de tórtolas” era la ofrenda de los pobres). Y anuncia, proféticamente, su misión. Por su parte, Ana ha dedicado toda su vida (tanto casada como viuda) a servir a Dios, con ayunos y oraciones (su edad son 7 x 12 años… estos números hablan de la totalidad, y del pueblo de Dios). Es alguien humilde: de la tribu más pequeña de Israel, y mujer, en una cultura en que las mujeres no tenían voz. Pero lo pequeño y sencillo (como cantaba el Magníficat) se hace cauce de la grandeza de Dios: y mientras los sacerdotes de la Ley permanecen mudos y ciegos, ella es la profetisa que “alababa a Dios y hablaba del niño a todos…”.

Esto nos habla de cómo el Antiguo Testamento se hace “tierra buena” para la Buena Nueva de Jesús, y nos da claves para leerlo: la sencillez y la fidelidad, la piedad, la justicia y la oración, la apertura al Espíritu Santo...

Fidelidad en seguir las enseñanzas, la Ley de Dios, y sencillez para acoger su iniciativa. En la Presentación de Jesús, el gesto ritual de presentar (consagrar) al primogénito a Dios, ha dado pie para que sea Dios mismo quien presente a su Hijo “ante todos los pueblos, luz para alumbrar a las naciones”.  Y para que anuncie su misión, que será incisiva como espada (así dice la carta a los Hebreos, 4, 12, que es la Palabra de Dios) y encontrará oposición, nos llamará a tomar opción, poner de manifiesto nuestras actitudes, y asumir las dificultades que implica ser fieles, como María.

Como nos dice la carta a los Hebreos, el Hijo de Dios, Jesús, se ha hecho nuestro hermano y experimentado nuestra debilidad, para tendernos la mano. Para “liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos”. Una palabra que nos invita a preguntarnos: ¿qué miedos me esclavizan? ¿Cómo acoger la mano que me tiende Jesús?

En este día celebramos también a la Vida Consagrada, que resalta este aspecto de la Iglesia: todos los bautizados estamos llamados a ser luz, desde Jesús, ante el mundo.


Lecturas de hoy (www.dominicos. org)

  En el Evangelio de Lucas (como también en el de Mateo) las Bienaventuranzas son el comienzo del primer gran discurso que escuchamos de Jes...