El Evangelio habla de un descubrimiento: un tesoro escondido. Hay quien lo encuentra de forma inesperada (Mateo, Pablo de Tarso, Ignacio de Loyola...), como el labrador que cava en un campo. Otros (Agustín de Hipona, Justino...) han llegado a él tras una larga búsqueda, como el comerciante de perlas. Encontrarlo llena de una alegría que da fuerzas para una opción radical: vale la pena entregarlo todo por ese tesoro que da sentido a todo. Un buen comentario a este evangelio es la afirmación de Pablo, que, por el Evangelio, dejó la seguridad de la Ley: "todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo..." (Flp 3, 7-11)
El evangelio subraya la alegría por encima de la renuncia. Y habla de algo escondido. Como vuelve a decir San Pablo: "No es que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que sigo adelante con la esperanza de alcanzarlo, como Cristo Jesús me alcanzó" (Flp 3, 12).
"Oye una palabra llena de sustancia
y verdad inaccesible: es buscarle en fe y en amor, sin querer satisfacerte de
cosa, ni gustarla ni entenderla más de lo que debes saber; que esos dos son los
mozos del ciego que te guiarán por donde no sabes, allá a lo escondido de Dios
(…)
Muy bien haces, ¡oh alma!, en
buscarle siempre escondido, porque mucho ensalzas a Dios y mucho te llegas a él
teniéndole por más alto y profundo que todo cuanto puedes alcanzar. (…) Bien
haces, pues, en todo tiempo, ahora de adversidad, ahora de prosperidad espiritual
o temporal, tener a Dios por escondido, y así clamar a él diciendo: ¿Adónde te
escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?"
(San Juan de
la Cruz, Cántico Espiritual 1,11-12)
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