lunes, 16 de marzo de 2020

“Jesús se abrió paso entre ellos” (Lucas 4, 24-30)


Ayer contemplábamos a Jesús como agua viva. El salmo de hoy repite: “Mi alma tiene sed del Dios vivo”. Y la primera lectura (2 Reyes 5, 1-5a) narra la curación de Naamán, el sirio, en el río Jordán. Dios se manifiesta como agua sanadora.

Jesús, en su visita a Nazaret (Lc 4,16-23), ha hablado de la misericordia de Dios que viene a traer. En el evangelio de hoy, advierte que esta gracia de Dios no es un privilegio, no es “propiedad” de las gentes de un pueblo (ni las de su mismo pueblo de Nazaret, ni las del pueblo judío. Tampoco de los nacidos en países de tradición católica). Se ofrece a todos, y se acoge personalmente, con actitudes de conversión y apertura. Y nos presenta dos ejemplos, muy significativos:

- Naamán, el poderoso general sirio que aprendió la humildad ante el profeta Eliseo, y así halló la curación y encontró al verdadero Dios. (2 Reyes 5,1-5a)

- La viuda de Sarepta, fenicia, que en una situación límite compartió su último puñado de harina con el profeta Elías, movida por la confianza en Dios. (1 Reyes 17, 9-24).

La imagen de esta viuda hospitalaria en tiempos de crisis, alabada por Jesús, se ofrece a nuestra contemplación en días que pueden tentarnos a encerrarnos en nosotros mismos o en nuestra familia.

“Envía, Señor, tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada” (Salmo 42, 3).


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