En la Eucaristía, escuchamos hoy este relato evangélico, con
Jesús a la mesa, hablando del Reino de Dios como un banquete, una mesa
compartida. Nos habla de actitudes que construyen la comunidad y que nos van
introduciendo en esa vida de Dios.
Llama la atención la libertad de Jesús, ante un ambiente
enrarecido: le invitan a comer (señal de aprecio, incluso de comunión) pero le
están espiando; los invitados andan buscando primeros puestos… Él, en cambio, cura
a un enfermo de hidropesía (Lc 14, 2-6. El pasaje se ha omitido), replanteando así
el sábado. E interpela a su anfitrión y a los invitados. Esa libertad está en
relación con la humildad, en la que Jesús es maestro y modelo (“Por nosotros se rebajó, tomando la condición
de siervo, y se humilló… hasta la muerte, y una muerte de cruz”. Flp 2,
6-8). Y es también sanadora. Están aquí relacionados las palabras, los gestos
de Jesús y su vida entera.
Jesús nos llama la atención sobre esa actitud, tan
frecuente, de buscar “primeros puestos”: no es sólo en cosas “vistosas” como un
banquete. Es también la tendencia a situarse por encima de otros, a acaparar
atención o bienes … Ello da lugar a rivalidades y divisiones, a relaciones
enrarecidas… y al final nos empobrece, nos denigra, porque nos lleva a movernos
en dinámicas que nos malogran. El que se
enaltece, será humillado.
Nos invita a una humildad, que nos ayuda a crecer desde
nuestro “humus”, nuestra tierra: el ser hijos de Dios que nos ama
gratuitamente. Dios engrandece, levanta al que “se deja hacer” en sus manos (la
forma pasiva “será ensalzado” es la
forma hebrea de decir que es Dios quien lo ensalza). Es lo que canta el
Magníficat (Lc 1, 46-55).
Humildad que construye una comunidad capaz de acoger, de
integrar, de levantar a las personas. Jesús comienza esa comida curando un
hombre que, por su enfermedad, estaba excluido de ese banquete. Lo reintegra. Y
nos propone invitar, abrir nuestra vida, prestar atención “a los pobres a los lisiados, a los cojos, a los ciegos…”. Aquellos
que son, de hecho, los que Dios busca en primer lugar (recordemos las
Bienaventuranzas…). Pues, para llegar a todos, Él empieza por los últimos.
Nos propone ir más allá del círculo de las personas que pueden
ofrecernos algo por su posición o posesiones. No
encontraremos una "recompensa" inmediata, pero nuestra vida se
enriquecerá en otra dimensión, la de la Vida Nueva de Dios. Cuando cultivamos
la gratuidad, cuando tratamos a una persona por sí misma, y no por lo que
"puede darnos", nuestro corazón va entrando en la dinámica de Dios,
que nos abre a nuestro propio valor como personas y al amor que Él nos regala
gratuitamente, y que es el fundamento de nuestra vida. Además de construir una
sociedad más humana, en la que también encontremos mejor cabida, cuando
tropecemos con nuestras propias pobrezas, cojeras y cegueras...
Decía Teresa de Jesús que la
humildad verdadera “no inquieta ni
desasosiega ni alborota el alma, por grande que sea; sino viene con paz y
regalo y sosiego”. Tiene que ver con mirada acogedora de Dios, su amor
gratuito. Por eso nos libera (de enaltecimientos “postizos”, de miradas que nos
juzgan o atan…), nos sana, y nos hace capaces de colaborar con Dios, servir
como Jesús: “No alborota ni aprieta el
alma, antes la dilata y hace hábil para servir más a Dios”. (Camino de
Perfección, 39, 2)
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