domingo, 31 de agosto de 2025

“El que se humilla será enaltecido” (Lc 14, 1. 7-14)

 

En la Eucaristía, escuchamos hoy este relato evangélico, con Jesús a la mesa, hablando del Reino de Dios como un banquete, una mesa compartida. Nos habla de actitudes que construyen la comunidad y que nos van introduciendo en esa vida de Dios.

Llama la atención la libertad de Jesús, ante un ambiente enrarecido: le invitan a comer (señal de aprecio, incluso de comunión) pero le están espiando; los invitados andan buscando primeros puestos… Él, en cambio, cura a un enfermo de hidropesía (Lc 14, 2-6. El pasaje se ha omitido), replanteando así el sábado. E interpela a su anfitrión y a los invitados. Esa libertad está en relación con la humildad, en la que Jesús es maestro y modelo (“Por nosotros se rebajó, tomando la condición de siervo, y se humilló… hasta la muerte, y una muerte de cruz”. Flp 2, 6-8). Y es también sanadora. Están aquí relacionados las palabras, los gestos de Jesús y su vida entera.

Jesús nos llama la atención sobre esa actitud, tan frecuente, de buscar “primeros puestos”: no es sólo en cosas “vistosas” como un banquete. Es también la tendencia a situarse por encima de otros, a acaparar atención o bienes … Ello da lugar a rivalidades y divisiones, a relaciones enrarecidas… y al final nos empobrece, nos denigra, porque nos lleva a movernos en dinámicas que nos malogran. El que se enaltece, será humillado.

Nos invita a una humildad, que nos ayuda a crecer desde nuestro “humus”, nuestra tierra: el ser hijos de Dios que nos ama gratuitamente. Dios engrandece, levanta al que “se deja hacer” en sus manos (la forma pasiva “será ensalzado” es la forma hebrea de decir que es Dios quien lo ensalza). Es lo que canta el Magníficat (Lc 1, 46-55).

Humildad que construye una comunidad capaz de acoger, de integrar, de levantar a las personas. Jesús comienza esa comida curando un hombre que, por su enfermedad, estaba excluido de ese banquete. Lo reintegra. Y nos propone invitar, abrir nuestra vida, prestar atención “a los pobres a los lisiados, a los cojos, a los ciegos…”. Aquellos que son, de hecho, los que Dios busca en primer lugar (recordemos las Bienaventuranzas…). Pues, para llegar a todos, Él empieza por los últimos.

Nos propone ir más allá del círculo de las personas que pueden ofrecernos algo por su posición o posesiones. No encontraremos una "recompensa" inmediata, pero nuestra vida se enriquecerá en otra dimensión, la de la Vida Nueva de Dios. Cuando cultivamos la gratuidad, cuando tratamos a una persona por sí misma, y no por lo que "puede darnos", nuestro corazón va entrando en la dinámica de Dios, que nos abre a nuestro propio valor como personas y al amor que Él nos regala gratuitamente, y que es el fundamento de nuestra vida. Además de construir una sociedad más humana, en la que también encontremos mejor cabida, cuando tropecemos con nuestras propias pobrezas, cojeras y cegueras...

Decía Teresa de Jesús que la humildad verdadera “no inquieta ni desasosiega ni alborota el alma, por grande que sea; sino viene con paz y regalo y sosiego”. Tiene que ver con mirada acogedora de Dios, su amor gratuito. Por eso nos libera (de enaltecimientos “postizos”, de miradas que nos juzgan o atan…), nos sana, y nos hace capaces de colaborar con Dios, servir como Jesús: “No alborota ni aprieta el alma, antes la dilata y hace hábil para servir más a Dios”. (Camino de Perfección, 39, 2)



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